EN EL TÚNEL DEL TIEMPO







No es la primera vez que me pasa. Y supongo que no seré el único. Todos, tarde o temprano, tenemos que pasar por los servicios sanitarios y cumplir los trámites correspondientes.

Lo primero es llamar y pedir hora con tu “médico de cabecera”, bonita pero trasnochada denominación de cuando los médicos visitaban a los enfermos en la cama de su casa; y, si los pacientes eran niños, con un maletín lleno de juguetes y mucho tiempo para atenderles. Al menos así era el mío, el doctor Picabea. Encantador. Siempre distrayéndome con sus bromas y consolándome con sus golosinas. Casi estaba deseando ponerme malo, para ahorrarme las clases y para que me visitara el tío Juan, que era como le gustaba que le llamásemos.

Hoy día, con las restricciones del COVID-19, previo acuerdo con la operadora telefónica, te acercas al Centro de Salud, esperas tu turno, te atienden cinco minutos y, con un poco de suerte, conseguirás un volante para que te hagan esa Resonancia Magnética Nuclear (RMN) que tanto anhelas y para la que tendrás que esperar unos seis meses.

Yo voy aguantando el dolor de espalda a base de cremitas, automasajes, estiramientos, calor por la mañana, frío por la tarde, etc. hasta que, por fin, llega el día señalado.

Me acerco en coche al Hospital, aparco y subo a la tercera planta en busca de la sección de Radiología. La operadora me ha dado unas instrucciones muy precisas y solo tengo que cumplirlas: “Seguir la línea blanca pintada en el suelo hasta llegar al final”. Observo que al principio va paralela a la azul y a la amarilla, pero en una curva se queda sola y me lleva por el pasillo de la izquierda hasta la puerta deseada. ¡Esto sí que es tecnología punta! Ni GPS ni CHIPS... un buen rodillito, pintura de colores y... ¡A navegar por el hospital!. ¡Y el caso es que funciona de maravilla!. ¡Cuántas veces me he perdido por

esos pasillos de Dios!. Una de ellas, acabé en una especie de morgue solitaria que me puso los pelos de punta. Salí corriendo a la pata coja: ¡Socorroooo!

En la antesala de Radiología ya hay tres personas sentadas. Saludo. Nada más llegar sale una enfermera que, como si me estuviera esperando, lee mi nombre y el principio de mi apellido vasco (hasta ahí suelen llegar sin ayuda): "Pase usted", me dice. Y yo que iba preparado para esperar media horita con mi revista y mi libreta de monólogos, tentado estuve de pedirle: "Por favor, ¿me puede llamar dentro de un rato? es que estoy escribiendo un relato sobre la Seguridad Social y me gustaría acabarlo". Pero me contuve. Tampoco es plan estarse quejando de la sanidad pública y luego hacerse de rogar.

"Pase a este cuarto, quítese las gafas y toda la ropa, menos los calzoncillos, los calcetines y los zapatos". Suspiro aliviado. "Ahora póngase este gorro y esta mascarilla sin metal", concluye amablemente. Yo ya había pasado por esto antes; es un poco humillante, pero uno se acostumbra rápido a ser paciente de hospital y a ceder parte de tu dignidad y mucha de tu vergüenza. "Menos mal que no hay espejos para verme con estas pintas, sobre todo por detrás, con estas tiras imposibles de amarrar por uno mismo", me digo. Ahora toca contestar un test. "¿Alguna operación?". Amigdalitis (me callo la de la fimosis por vergüenza). "¿Alguna prótesis?". La dentadura postiza. "¿Algún implante de órganos?. Nop. "¿Enfermedades del corazón, pulmones, hipertensión?. Nop. "¿Sufre de claustrofobia?". ¡Anda, por fin una diana!. "Algunas veces". "Por favor, firme aquí dando su consentimiento para la prueba". Como estoy sin las gafas, firmo sin poder leer el contrato. Espero que no sea un timo. Me siento en la camilla

deslizante que me meterá en el tubo de Profident gigante. Me quitó los zapatos y me tumbo boca arriba.

Con el rabillo del ojo veo que la enfermera se acerca con cosas raras en la mano. Unos auriculares gigantes y una perilla de esas de echar aire por un tubito. Enseguida se aclara el misterio. Me vuelve a preguntar lo de la claustrofobia. Le repito que “a veces” y que cuanto más me pregunte más probabilidades habrá de que la sufra. Además, respirando a través de la mascarilla dentro del Profident, no sé yo... "¿Podría prescindir de ella?", pregunto. "No es posible. Hay que respetar el protocolo COVID, pero aquí tiene esta perilla. Si lo está pasando mal, apriétela y pararemos la prueba. Si grita no le vamos a oír porque la máquina (la del tiempo) es muy ruidosa. Ya me estoy viendo agobiado en el ataud cilíndrico, gritando, pataleando y apretando una perilla que quizás no funcione. Las explicaciones de la enfermera me salvan de mis malos pensamientos: “... y estos cascos son para usted. ¿Qué música le gusta?", pregunta con naturalidad. Y yo, pensando que es una broma, contesto: "Los Beatles, por supuesto". Como veo que no se ríe y pulsa unos botones junto a la máquina, le pregunto, exagerando mi acento norteño: "¿Y no podemos hacerlo sin estos aparatosos auriculares?, es que soy vasco". "Lo siento, caballero. Es una proteccion obligatoria porque la máquina produce muchos decibelios. De todas formas, no se preocupe, son solo 15 minutillos". Eso me tranquiliza y con la perilla en la mano izquierda, los cascos en la cabeza y los ojos cerrados para no ver la tapa del ataúd, me dejó engullir por el Profident. Y no te lo creerás pero... ¡en mi cabeza empiezo a escuchar a los Beatles!...

¡Era cierto, se podía escoger!. Así, al menos, distraigo mi mente tratando de recordar las letras de las canciones. Mientras, a mi alrededor, comienza el fragor de la batalla... pitos y flautas, arranques y frenazos, bombardeos de protones y neutrones, a la altura de mis cotiledones. La tentación de abrir los ojos ya es casi irresistible cuando suena: "When I find myself in time of troubles, mother Mary comes to me, speaking words of wisdom... Let it be". Después, otra... y otra... y otra... Ya debe faltar poco; pero no. Otro bombardeo... otra canción. Aguanto estoicamente sin mover ni un pelo. Visualizo que me están seccionando en mil rodajas, como una piña humana pero sin almíbar. La perilla sigue en mi mano. "Efecto placebo", pienso. "¡Aguanta, tío; que tienes que dejar el pabellón vasco bien alto!". Por fin parece que suena el último pitido y mi culo se desliza hacia delante con gran alivio. Allí tumbado, parece que saliera del túnel del tiempo. ¡Cómo ha rejuvenecido la enfermera!. Cuando entré tendría unos 50 y ahora tiene 30 y tantos. ¿O es otra?. "Ya está", me dice; y yo, de listillo, pregunto: "Pero esto no ha durado 15 minutos, verdad? "Bueno, no exactamente". "¡Mínimo, 20!, insisto; y ella, sorprendida: "¿Cómo lo sabe?". "Hombre, pues... Let it be dura 3' 50"; Hey Jude, 7' 11"; Strawberry Fields Forever, 4' 10"; Yesterday, 2' pelados; Here comes the sun, 3' 06"; y All you need is love 3' 47"... Hacen un total de 25' y 4".

Pude imaginar la boca de la enfermera, abierta de par en par tras la mascarilla. "Ya puede cambiarse", me dijo, cambiando de tema. Y yo, erre que erre, mientras me pongo los zapatos, añado: "Ah... y los que cantan no son los Beatles". "Pero aquí dice The Beatles" se defiende ella. "Lo que yo le diga, señorita. Toco en una Banda Tributo y me conozco bien el percal”. Y con esta última expresión ya la acabo de descolocar; en Canarias no se usa.

Ella, con la mirada perdida en vete-tú-a-saber qué pensamientos, repite su fórmula mecánicamente:

"Puede vestirse e irse cuando quiera". Así lo hago y cuando cruzo la puerta dándoles las gracias, las veo cuchicheando, a la de antes y la de después, seguramente sobre el tipo raro que acaban de conocer. Y yo me voy por los pasillos siguiendo la raya blanca con mi carpeta debajo del brazo y saludando a los otros pacientes que, haciendo honor a su apelativo, esperaban a diestra y siniestra mirándome con cara de:

"ahí va el doctor que ha salido de guardia". Me meto en el ascensor y en el espejo descubro el porqué de esas miradas; me he dejado el gorro verde en la cabeza. No sé si quedármelo y llegar así a casa. Siempre he sido un payaso y lo seguiré siendo; es uno de los oficios más dignos que conozco. 

Mientras río para mis adentros, meto en la máquina los 80 céntimos del parking y pienso: "Esto ha merecido la pena". Aparte de seguir resonándome en la cabeza las magnéticas notas de los Beatles, la experiencia me ha dado para un monólogo. Por la noche me tomo un paracetamol 1000 mg porque la

cabeza me pincha un poco y me zumban los oídos. ¿Serán los efectos secundarios del bombardeo de protones o las enfermeras contando a su gente mi visita al Profident?.

Los viajes en el tiempo es lo que tienen. Además, como firmé el papelito con vayausté-

a-saber qué cláusulas, ya no puedo reclamar. ¡Eso es así, mi niño!.

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