BIRRAS, BURRITOS Y OTROS FIAMBRES

El otro día, como algo excepcional, quedé para tomar café con dos de mis amigos más jóvenes, Charlie y Alexis. Son la clase de gente a los que yo llamaría “amigos de la vejez” porque, para pasar la tarde con un tipo veinticinco años más viejo... o eres anticuario o te gusta lo Vintage. Mi excusa era recibir sus consejos técnicos sobre cómo montar un karaoke casero. La suya, supongo que, simplemente, reunirnos y echar unas risas. Las contadas ocasiones en que nos hemos visto después de grabar aquel disco juntos, lo hemos pasado muy bien, filosofando y desvariando a partes iguales. Además los tres coincidimos en que el intercambio de juventud y madurez es un ejercicio muy recomendable en todo tiempo. 

Nos vemos en una gasolinera convertida en cafetería junto al Sótano Analógico de Alexis. Disueltas nuestras diferencias de edad con dos birras y un café, se nos juntan otros dos amigos, Rafa y Thiago y, animados por el buen rollo y por otras dos cervezas, decidimos prolongar el encuentro con una cena informal para cinco, pero en otra parte.

En la calle Viera y Clavijo han abierto una “Granja-Bar” en la que los burritos campan a sus anchas con todo tipo de salsas y rellenos a tutiplén. Después de conseguir algunos tips para mis dudas analógicas, escucho con orejas de lobo y ojos de lechuza, la historia de una Rave Party (el término inglés rave se podría traducir como delirio o desvarío). Yo, después de lo oído, la llamaría “Fiesta Psicotropical”. 

Se habló de un encuentro musical clandestino entreplataneras en el que un DJ de mediana edad partía la pana mientras cuarenta o cincuenta jóvenes enloquecidos exprimían la noche. Parece ser que algunos de ellos acabaron prácticamente amarrados a los altavoces, tratando de sincronizar sus latidos con los ritmos frenéticos de las nuevas tendencias musicales. “¡Si Beethoven levantara la cabeza!”, pensé. 

Las fronteras entre la música y el ruido se siguen redefiniendo noche tras noche y las sustancias tóxicas siguen coadyuvando, como en los años 60. Por un momento interrumpo el relato imaginando en alto que, en pleno akelarre sonoro, a las cuatro de la mañana, el DJ parase en seco y pinchara una canción de julio Iglesias: “¡Hey, no vayas presumiendo por ahí...” Todos rieron mi ocurrencia. Según parece, mientras los danzantes seguían mezclando alcohol con decibelios, el joven DJ se nutría sólo de agua mineral y ensalada de su propio tupper. ¡Qué crack!.

Oí que por la mañana tuvieron que rescatar a varios "notas" encaramados en las plataneras y me pregunté a qué sabrían aquellos plátanos cuando llegasen a la mesa.

Después de apurados los burritos, las papas y las birras, decidimos volver a casa paseando. La noche está buena y la conversación, animada. Inicialmente vamos en la misma dirección y si seguimos por esta calle acabaremos en el barrio de las putas, pero eso a nadie parece importarle. Cruzamos Bravo Murillo y seguimos por Perojo, a esas horas vacío de gente y de coches. A media calle, divisamos, junto a la entrada de un parking público, una furgoneta de color oscuro ocupando uno de los dos carriles. Tiene la puerta trasera abierta y, a cierta distancia, cuatro personas inmóviles sobre la acera completan una escena, cuando menos inquietante. Según nos aproximamos a ellos, nuestra conversación se va apagando involuntariamente, como cuando entras en el pórtico de una iglesia.

Ya se distinguen dentro del furgón unas estanterías metálicas, quizás de acero, como de un frigorífico Industrial. Nos cambiamos de acera sin dejar de mirar curiosos lo que pasa al otro lado y, antes de que podamos decir en alto lo que nos sugiere aquella estampa, emergen de la rampa dos individuos con traje llevando, no sin esfuerzo, una camilla; y en la camilla, envuelto de arriba abajo con una tela blanca, lo que podría ser un cadáver. La luz de una farola cercana me permite ver con más detalle (a esas alturas ya caminamos casi a cámara lenta) que va sujeto con tres correas para aguantar el bamboleo de un suelo poco uniforme; una va en el cuello, la otra, rodeando la cintura y la otra, por los tobillos, lo que le

confiere a la sábana la forma ya inconfundible de un cuerpo humano.

Finalmente introducen la camilla con el cuerpo dentro de la furgoneta, casi el tiempo que llegamos a su altura. Ahora ya se distingue perfectamente el logo de la funeraria en la puerta del chofer. Hay algo surrealista en todo esta escena. En la penumbra de aquella calle, de noche, mientras los camilleros introducen aquel cuerpo inerte en el furgón, sobre ellos, un letrero luminoso con letras rojas anuncia: “Completo”. Y, de repente, una idea loca me pasa por la cabeza. Por respeto a los parientes del fallecido, reprimo una carcajada y tampoco me atrevo hacer una foto con el móvil. Me conformo, simplemente, con grabar aquella imagen en mi retina. Más tarde me arrepentiré, cuando ya no tenga remedio. Nos alejamos poco a poco, en silencio y pasados unos minutos se escucha un golpe seco.

Es la puerta del vehículo que se cierra. Me vuelvo con la ridícula esperanza de que, cuando arranquen, el luminoso cambiará su texto por el de “Libre” y su color rojo por el verde. Pero no lo hace. En los aparcamientos lo que cuentan son los coches, no las personas.

Aún afectados por el luctuoso episodio, seguimos cruzando calles y retomando poco a poco el hilo de la conversación. Hablamos de los conciertos de antes y de los desconciertos de ahora, de Jesucristo SuperStar, de Teddy Bautista, de los ritmos frenéticos de los DJ rompepistas, del House de los 80 con sus 128 BPM (bits por minuto) que conectaban con tu frecuencia cardíaca, del Trance, del Garaje, del Jungle, del Drum & Bass, de los endemoniados Techno-Hardcore y Gabba que ya rondan los 180 BPM; y por último, del Hardtechno que, con sus 220 BPM te puede llevar hasta el éxtasis, si no te da un infarto antes, claro.

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